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"... el bibliotecario protege los libros no sólo contra el género humano sino también contra la naturaleza, dedicando su vida a esta guerra contra las fuerzas del olvido"
Umberto Eco

SORRENTINO, Fernando


Fernando Sorrentino


Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Buenos Aires-Argentina


Libros publicados (entre otros):
* Imperios y servidumbres (1972)
* El mejor de los mundos posibles (1976)
* Sanitarios centenarios (1979)
* En defensa propia (1982)
* El rigor de las desdichas (1994)
* Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (2005)
* El regreso (2005)
* Costumbres del alcaucil (2008)
* El crimen de San Alberto (2008)
* El centro de la telaraña (2008)

OBRA

SELECCION NARRATIVA

LA LECCIÓN

Después de terminar mis estudios secundarios, conseguí empleo como oficinista en una compañía de seguros de Buenos Aires. Era un trabajo en extremo desagradable y se desarrollaba en un ambiente de personas atroces, pero, como yo tenía apenas dieciocho años, no me importaba demasiado.
El edificio constaba de diez pisos, que eran recorridos por cuatro ascensores. Tres de ellos estaban destinados al uso general del personal, de las jerarquías que fueren. Pero el cuarto ascensor, alfombrado en rojo, con tres espejos y decorado especialmente, era para empleo exclusivo del presidente de la compañía, de los miembros del directorio y del gerente general. Esto significaba que sólo ellos podían viajar en el ascensor rojo, pero no les vedaba utilizar los otros tres.
Yo nunca había visto al presidente de la compañía ni a los miembros del directorio. Pero, cada tanto, veía —siempre desde lejos— al gerente general, con quien, sin embargo, jamás había cambiado una palabra. Era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto “noble” y “señorial”; yo lo consideraba como una mezcla de antiguo caballero argentino y de honestísimo juez de algún tribunal supremo. El pelo entrecano, el bigote recto, la sobriedad de sus trajes y lo afable de sus maneras habían hecho que yo —que, en realidad, aborrecía a todos mis jefes inmediatos— sintiera, en cambio, cierto grado de simpatía hacia don Fernando. Así lo llamaban: don más el nombre de pila y sin mencionar el apellido, a medio camino entre la aparente familiaridad y la veneración debida a un señor feudal.
Las oficinas de don Fernando y de su séquito ocupaban todo el quinto piso del edificio. Nuestra sección se hallaba en el tercero, pero a mí, como el empleado de menor importancia, solían mandarme de un piso a otro con recados. En el décimo piso sólo había empleados viejos y de mal humor, y mujeres feas y enfurruñadas; allí funcionaba una especie de archivo donde, cinco minutos antes de retirarme de la empresa, yo debía entregar indefectiblemente unos legajos con los resúmenes de todas las tareas realizadas en el día.
Cierto atardecer, y habiendo ya entregado esos papeles, yo esperaba el ascensor en el décimo piso para retirarme. Por eso, ya no estaba en mangas de camisa: vestía el traje completo, me había peinado, ajustado la corbata y mirado en el espejo; tenía en la mano mi maletín de cuero.
De pronto, apareció a mi lado el mismísimo don Fernando, también él en actitud de esperar el ascensor.
Lo saludé con sumo respeto:
—Buenas tardes, don Fernando.
Don Fernando fue más allá; me estrechó la mano y me dijo:
—Mucho gusto en conocerlo, joven. Veo que ha terminado una fructífera jornada de labor y ahora se retira, en busca del merecido descanso.
Aquella actitud y estas frases —donde me pareció percibir cierto matiz irónico— me pusieron nervioso. Sentí que me ruborizaba.
En ese momento se detuvo uno de los ascensores “populares” y la puerta se abrió automáticamente, mostrando su interior desierto. Yo, para impedir que la puerta se cerrase, mantuve oprimido el botón, mientras le decía a don Fernando:
—Adelante, señor. Después de usted.
—De ninguna manera, joven —repuso don Fernando, con una sonrisa—. Entre usted primero.
—No, señor, por favor. No podría hacerlo: después de usted, por favor.
—Suba, joven —había alguna impaciencia en su voz—. Por favor.
Este “Por favor” fue pronunciado con tal perentoriedad que debí tomarlo como una orden. Ejecuté una pequeña reverencia y, en efecto, entré en el ascensor; detrás de mí entró don Fernando.
Las puertas se cerraron.
—¿Va al quinto piso, don Fernando?
—A la planta baja. Voy a retirarme de la empresa, igual que usted. Creo que también yo tengo derecho al descanso, ¿no es cierto?
No supe qué responder. La presencia, tan cercana, de aquel magnate me incomodaba en extremo. Me dispuse a soportar con estoicismo el silencio que seguiría por nueve pisos hasta la planta baja. No me atrevía a mirar a don Fernando, de manera que clavé los ojos en mis zapatos.
—¿Usted en qué sección trabaja, joven?
—En Dirección de Producción, señor —ahora acababa de descubrir que don Fernando era bastante más bajo que yo.
—Ajá —pasó índice y pulgar por el mentón—, su gerente es el señor Biotti, si no me equivoco.
—Sí, señor. Es el señor Biotti
Yo detestaba al señor Biotti, que me parecía una especie de imbécil presuntuoso, pero no di esta información a don Fernando.
—Y, a usted, el señor Biotti ¿nunca le dijo que debe respetar las jerarquías internas de la empresa?
—¿Có-cómo, señor?
—¿Cuál es su nombre?
—Roberto Kriskovich.
—Ah, un apellido polaco.
—Polaco, no, señor: es un apellido croata.
Ya habíamos llegado a la planta baja. Don Fernando —que estaba junto a la puerta— se hizo a un lado para dejarme bajar primero:
—Por favor —ordenó.
—No, señor, por favor —repuse, nerviosísimo—, después de usted.
Don Fernando me clavó una mirada severa:
—Joven, por favor, le ruego que baje.
Amedrentado, obedecí.
—Nunca es tarde para aprender, joven —dijo, saliendo el primero a la calle—. Voy a invitarlo a tomar un café.
Y, en efecto, entramos —don Fernando primero, yo después— en la cafetería de la esquina y yo me encontré, mesa por medio, frente al gerente general.
—¿Cuánto hace que usted trabaja en la empresa?
—Empecé en diciembre del año pasado, señor.
—O sea que ni siquiera hace un año que trabaja aquí.
—La semana que viene se van a cumplir nueve meses, don Fernando.
—Pues bien: yo hace veintisiete años que pertenezco a la empresa —y me clavó otra mirada severa.
Como supuse que esperaba algo de mí, meneé la cabeza tratando de mostrar cierta admiración contenida.
Extrajo de un bolsillo una pequeña calculadora:
—Veintisiete años, multiplicados por doce meses, hacen un total de trescientos veinticuatro meses. Trescientos veinticuatro meses divididos por nueve meses da treinta y seis. Quiere decir que yo soy treinta y seis veces más antiguo que usted en la empresa. Además, usted es un empleado raso y yo soy el gerente general. Por último, usted tiene diecinueve o veinte años, y yo tengo cincuenta y dos. ¿No es así?
—Sí, sí, por supuesto.
—Además, ¿usted está siguiendo alguna carrera universitaria?
—Sí, don Fernando: estoy estudiando Letras, con orientación en griego y latín.
Esbozó un gesto como de sentirse agraviado por estas palabras. Dijo:
—De todos modos, hay que ver si llega a terminar la carrera. En cambio, yo soy doctor en Ciencias Económicas, graduado con notas altísimas.
Incliné la cabeza y separé un poco las manos.
—Y, siendo esto así, ¿no le parece que merezco una consideración especial?
—Sí, señor, sin duda.
—Entonces, ¿cómo se atrevió a entrar en el ascensor antes que yo…? Y, no conforme con semejante osadía, en la planta baja salió antes que yo.
—Bueno, señor, no quise ser impertinente ni pecar de tozudo. Como usted insistió tanto…
—Que yo insista o no insista es asunto mío. Pero usted debió darse cuenta de que bajo ninguna circunstancia usted podía entrar en el ascensor antes que yo. Ni tampoco salir antes que yo. Y, mucho menos, contradecirme: ¿por qué me dijo que su apellido es croata si yo le dije que era polaco?
—Es que es un apellido croata: mis padres nacieron en Split, Yugoslavia.
—No me interesa dónde nacieron ni dónde dejaron de nacer sus padres. Si yo digo que su apellido es polaco, usted no puede ni debe contradecirme.
—Disculpe, señor. No lo haré nunca más.
—Muy bien. ¿De modo que sus dos padres nacieron en Split, Yugoslavia?
—No, señor, no nacieron allí.
—¿Y dónde nacieron?
—En Cracovia, Polonia.
—¡Pero qué raro! —don Fernando abrió los brazos, en gesto de asombro—. ¿Cómo, siendo polacos sus padres, usted tiene apellido croata?
—Es que, debido a un conflicto familiar y judicial, mis cuatro abuelos emigraron de Yugoslavia a Polonia; y en Polonia nacieron mis padres.
Una enorme tristeza ensombreció el rostro de don Fernando:
—Yo soy un hombre mayor, y creo que no merezco ser tomado en solfa. Dígame, joven, ¿cómo se le ocurre fraguar tan descarado embuste? ¿Cómo se le ocurre que yo podría creer en esa fábula tan descabellada? ¿No me dijo antes que sus padres habían nacido en Split?
—Sí, señor, pero como usted me dijo que yo no debía contradecirlo, admití que mis padres habían nacido en Cracovia.
—Entonces, sea como fuere, usted me ha mentido.
—Sí, señor, así es: le he mentido.
—Mentir a un superior constituye una enorme falta de respeto y, además, como todo dato falso, atenta contra la buena marcha de la compañía.
—Así es, señor. Estoy de acuerdo con todo lo que usted dice.
—Me parece muy bien, y hasta estoy por valorarlo un poco, al verlo tan dócil y razonable. Pero quiero someterlo a una última prueba. Hemos tomado dos cafés: ¿quién pagará la cuenta?
—Para mí será un placer hacerlo.
—Ha vuelto a mentir. A usted, que tiene un sueldo muy bajo, no puede causarle ningún placer pagarle el café al gerente general, que, en un mes, gana más que usted en dos años. Entonces, le ruego que no me mienta y que me diga la verdad: ¿es cierto que le gusta pagarme el café?
—No, don Fernando, la verdad es que no me gusta.
—Pero, pese a que no le gusta, ¿está dispuesto a hacerlo?
—Sí, don Fernando, estoy dispuesto a hacerlo.
—Entonces ¡pague de una vez y no me haga perder más tiempo, caramba!
Llamé al mozo y pagué los dos cafés. Salimos —don Fernando primero, yo después— a la calle. Nos hallábamos frente a la verja del subte.
—Muy bien, joven. Debo dejarlo. Sinceramente, espero que haya interpretado la lección y que ésta le sea muy útil para el futuro.
Me estrechó la mano y descendió por la escalera de la estación Florida.
Ya dije que ese empleo no me gustaba. Antes de que terminase el año, conseguí un trabajo menos desagradable en otra empresa. En esos últimos dos meses en que me desempeñé en la compañía de seguros, vi alguna vez a don Fernando, pero siempre desde lejos, de manera que nunca volvió a impartirme otra lección.


LA ALBUFERA DE CUBELLI

Hacia el sudeste de la llanura de Buenos Aires se encuentra la albufera de Cubelli, a la que familiarmente se conoce con el nombre de “laguna del Yacaré Bailarín”. Este nombre popular es expresivo y gráfico, pero —tal como lo estableció el doctor Ludwig Boitus— no responde a la realidad.
En primer lugar, “albufera” y “laguna” son accidentes hidrográficos distintos. En segundo, si bien el yacaré —Caiman yacare (Daudin), de la familia Alligatoridae— es propio de América, ocurre que esta albufera no constituye el hábitat de ninguna especie de yacaré.
Sus aguas son salobres en extremo, y su fauna y su flora son las habituales de los seres que se desarrollan en el mar. Por este motivo, no puede considerarse anómalo el hecho de que en esta albufera se encuentre una población de aproximadamente ciento treinta cocodrilos marinos.
El “cocodrilo marino”, o sea el Crocodilus porosus (Schneider), es el más grande de todos los reptiles vivientes. Suele alcanzar una longitud de unos siete metros y pesar más de una tonelada. El doctor Boitus afirma haber visto, en las costas de Malasia, varios ejemplares que superaban los nueve metros, y, en efecto, ha tomado y aportado fotografías que pretenden probar la existencia de individuos de tal magnitud. Pero, al haber sido fotografiados en aguas marinas, y sin puntos externos de referencia relativa, no es posible determinar con precisión si estos cocodrilos tenían, en verdad, el tamaño que les atribuye el doctor Boitus. Sería absurdo, claro está, dudar de la palabra de un investigador tan serio y de tan brillante trayectoria (aunque de lenguaje algo barroco), pero el rigor científico exige validar los datos según métodos inflexibles que, en este caso puntual, no se han puesto en práctica.
Ahora bien, sucede que los cocodrilos de la albufera de Cubelli poseen exactamente todas las características taxonómicas de los que viven en las aguas cercanas a la India, a la China y a Malasia, por lo cual, con toda legitimidad, les cabría ese taxativo nombre de cocodrilos marinos o Crocodili porosi. Sin embargo, existen algunas diferencias, que el doctor Boitus ha dividido en características morfológicas y características etológicas.
Entre las primeras, la más importante (o, mejor dicho, la única) es el tamaño. Así como el cocodrilo marino de Asia alcanza los siete metros de longitud, el que tenemos en la albufera de Cubelli apenas llega, en el mejor de los casos, a dos metros, medida que se verifica desde el comienzo del hocico hasta la punta de la cola.
Con respecto a su etología, este cocodrilo es “aficionado a los movimientos musicalmente concertados”, según Boitus (o, de modo más simple, “bailarín”, como lo llaman las gentes del pueblo de Cubelli). Es harto sabido que los cocodrilos, estando en tierra, son tan inofensivos como una bandada de palomas. Sólo pueden cazar y matar si se hallan en el agua, que es su elemento vital. Para ello, atrapan las presas entre sus mandíbulas dentadas e, imprimiéndose a sí mismos un veloz movimiento de rotación, la hacen girar hasta matarla; sus dientes no tienen función masticatoria sino que están diseñados exclusivamente para aprisionar y tragar, entera, a la víctima.
Si nos trasladamos hasta las orillas de la albufera de Cubelli y ponemos a funcionar un reproductor de música, habiendo elegido previamente una pieza adecuada para el baile, en seguida veremos que —no digamos todos— casi todos los cocodrilos surgen del agua y, una vez en tierra, empiezan a bailar al compás de la melodía en cuestión.
Por tales razones anatómicas y conductuales, este saurio ha recibido el nombre de Crocodilus pusillus saltator (Boitus).
Sus gustos resultan ser amplios y eclécticos, y no parecen distinguir entre músicas estéticamente valiosas y otras de méritos escasos. Reciben con igual alegría y buena predisposición tanto composiciones sinfónicas para ballet como ritmos vulgares.
Los cocodrilos bailan en posición erecta, apoyándose sólo sobre sus patas traseras, de manera que, verticalmente, alcanzan una estatura media de un metro y setenta centímetros. Para no arrastrar la cola por el piso, la elevan en ángulo agudo, poniéndola casi paralela al lomo. Al mismo tiempo, las extremidades delanteras (que bien podríamos llamar manos) siguen el compás con diversos ademanes muy simpáticos, mientras los dientes amarillentos dibujan una enorme sonrisa de optimismo y satisfacción.
A algunas personas del pueblo no las atrae en absoluto la idea de bailar con cocodrilos, pero otras muchas no comparten este rechazo y lo cierto es que, todos los sábados al anochecer, se visten de gala y concurren a las orillas de la albufera. El club social y deportivo de Cubelli ha instalado allí todo lo necesario para que las reuniones resulten inolvidables. Asimismo, las personas pueden cenar en el restaurante que se levanta a pocos metros de la pista de baile.
Los brazos del cocodrilo poseen poca extensión y no llegan a tocar el cuerpo de su compañero. El caballero o la dama que baile, según el caso, con el cocodrilo hembra o con el cocodrilo macho que los haya elegido, apoya cada una de sus manos en uno de los hombros de su pareja. Para realizar esta operación, conviene estirar al máximo los brazos y mantener cierta distancia; como el hocico del cocodrilo es muy pronunciado, la persona deberá tener la precaución de echarse, lo más posible, hacia atrás: si bien en pocas ocasiones se han registrado episodios desagradables (como ablación de nariz, estallido de globos oculares o decapitación), no debe olvidarse que, como en su dentadura se encuentran restos de cadáveres, el aliento de este reptil dista de ser atractivo.
Entre los cubellianos corre la leyenda de que, en la isleta que ocupa el centro de la albufera, residen el rey y la reina de los cocodrilos, quienes, según parece, no la han abandonado nunca. Se dice que ambos ejemplares han superado los dos siglos de vida y, tal vez por causa de la avanzada edad, tal vez por mero capricho, jamás han querido participar en los bailes que organiza el club social y deportivo.
Las reuniones no duran mucho más allá de la medianoche, pues a esa hora los cocodrilos empiezan a cansarse, y quizás a aburrirse; por otra parte, sienten hambre y, como les está vedado el acceso al restaurante, desean volver a las aguas en busca de comida.
Cuando llega el momento en que ningún cocodrilo ha quedado en tierra firme, las damas y los caballeros regresan al pueblo bastante fatigados y un poco tristes, pero con la esperanza de que, quizás en el próximo baile, o tal vez en alguno menos cercano en el tiempo, el rey, o la reina, de los cocodrilos, o acaso ambos simultáneamente, abandonen por unas horas la isleta central y participen de la fiesta: de cumplirse con esta expectativa, cada caballero, aunque se cuide de manifestarlo, abriga la ilusión de que la reina de los cocodrilos lo elija como compañero de baile; lo mismo ocurre con todas las damas, que aspiran a formar pareja con el rey.



UN DRAMA DE NUESTRO TIEMPO


Este episodio ocurrió cuando la juventud y el optimismo eran atributos que me acompañaban.
En el barrio de Las Cañitas y, por la calle Matienzo, corrían las tibiezas de octubre. Serían las once de la mañana y era jueves, el único día de la semana que el horario escolar me dejaba en plenitud para mí: yo era profesor de Lengua y Literatura en más de un colegio secundario, tenía veintisiete años y un ilimitado entusiasmo hacia la imaginación y hacia los libros.
Me hallaba sentado en el balcón, tomando mate y releyendo, después de unos tres lustros, las encantadoras aventuras de Las minas del rey Salomón: noté con alguna tristeza que ya no me gustaban tanto como entonces.
De pronto supe que alguien me estaba mirando.
Alcé la vista. En uno de los balcones del edificio de enfrente, y a la misma altura del mío, sorprendí la presencia de una muchacha. Levanté la mano y le mandé un saludo. Ella me dijo chau con el brazo y abandonó el balcón.
Interesado en las posibles derivaciones, traté de entrever el interior de su departamento, sin ningún resultado.
“Esta no sale más”, me dije, y volví a la lectura. No habría leído diez líneas, cuando reapareció, ahora con anteojos ahumados, y se sentó en una reposera.
Empecé a prodigarme en gestos y ademanes infructuosos. La muchacha leía —o fingía leer— una revista. “Es un ardid”, pensé; “no puede ser que no me vea, y ahora se ha puesto en exposición, para que yo la contemple”. No podía distinguirle bien las facciones, pero sí el cuerpo: alto y delgado; el pelo, lacio y oscuro, le caía a plomo sobre los hombros. En conjunto, me pareció una hermosa muchacha, de unos veinticuatro o veinticinco años.
Abandoné el balcón, fui al dormitorio, la espié a través de la persiana: ella miraba hacia mi casa. Entonces salí corriendo y la sorprendí en esa postura culpable.
La saludé con un ampuloso ademán, que exigía la recíproca. En efecto, me retribuyó el saludo. Después de los saludos, lo normal es iniciar una conversación. Pero, desde luego, no íbamos a gritarnos de vereda a vereda. Entonces efectué con el índice derecho cerca de mi oreja ese movimiento giratorio que, como todo el mundo sabe, significa pedir permiso para llamar por teléfono. Metiendo la cabeza entre los hombros y abriendo manos y brazos, la muchacha me contestó, una y otra vez, que no entendía. ¡Canalla! ¿Cómo no iba a entender?
Entré, desenchufé el teléfono y regresé con él al balcón. Lo exhibí, como un trofeo deportivo, alzándolo con ambas manos sobre la cabeza. “Y, taradita, ¿entendés o no entendés?”. Sí, entendía: el rostro le relampagueó en una sonrisa blanca y me respondió con un gesto afirmativo.
Muy bien: ya tenía autorización para telefonearle. Sólo que ignoraba su número. Era menester preguntárselo mediante mímica.
Recurrí a gestos y ademanes muy complejos. Formular la pregunta resultaba difícil, pero ella sabía perfectamente qué necesitaba conocer yo. Por supuesto, y tal como suelen proceder las mujeres, quería divertirse un poco conmigo.
Jugó hasta donde le fue posible. Y, por último, fingió comprender lo que ya, desde el principio, había entendido sin dudar.
Dibujó con el índice unos jeroglíficos en el aire. Me di cuenta de que ella escribía para su propia lectura y de que los rasgos que yo veía, por ejemplo, como una doble efe final debían entenderse como un 77 inicial. Con este método de leer en espejo obtuve las siete cifras que me pondrían en comunicación con la bella vecina de la casa de enfrente.
Yo estaba contentísimo. Enchufé el teléfono y disqué. Al primer ring, levantaron el tubo:
—¡Sííí...! —atronó en mi oído una gruesa voz de hombre.
Sorprendido por esta bifurcación, vacilé un instante.
—¿Quién habla? —agregó el vozarrón, ya con un matiz de cólera y de impaciencia.
—Este... —musité, amedrentado—. ¿Hablo con el 771...?
—¡Más fuerte, señor! —me interrumpió, de modo insoportable—. ¡No se escucha nada, señor! ¿Con quién quiere hablar, señor?
Dijo más fuerte en lugar de más alto, dijo no se escucha en lugar de no se oye, dijo señor con el tono que suele emplearse para decir imbécil. Asustadísimo, balbuceé:
—Este... Con la chica...
—¿Qué chica, señor? ¿De qué chica me está hablando, señor? —en el vozarrón acechaba una amenaza.
¿Cómo explicarle algo a alguien que no quiere entender?
—Este... Con la chica del balcón —mi voz era un hilito de cristal.
Pero no se apiadó. Al contrario, se enfureció más:
—¡No moleste, señor, por favor! ¡Somos gente que trabaja, señor!
Un iracundo clic cortó la comunicación. Azorado, quedé un instante sin fuerzas. Miré el teléfono y lo maldije entre dientes.
Luego califiqué con duros adjetivos a aquella muchacha tonta que no había tenido la precaución de atender ella misma. En seguida pensé que la culpa era mía, por haber llamado tan pronto. De la rapidez con que atendió el hombre del vozarrón, deduje que el aparato estaría al alcance de su mano, acaso sobre su escritorio: por eso había dicho “Somos gente que trabaja”. ¿Y a mí qué? Todo el mundo trabajaba: no había mérito especial en ello. Traté de imaginar a ese individuo, atribuyéndole rasgos odiosos: lo pensé gordo, rojizo, sudoroso, panzón.
Ese hombre estentóreo me había infligido una terminante derrota telefónica. Me sentí un poco deprimido y con deseos de venganza.
Después volví al balcón, resuelto a preguntarle a la muchacha su nombre. No estaba. “Claro”, inferí, optimista, “estará junto al teléfono, esperando con ansiedad mi llamada”.
Con renovados bríos, pero también con temor, marqué los siete números. Oí un ring; oí:
—¡¡¡Sííí...!!!
Aterrorizado, corté la comunicación.
Pensé: “Ese troglodita se permite tiranizarme sólo porque a mí me falta un elemento: el nombre de la persona con quien quiero hablar. Es necesario conseguirlo”.
Después razoné: “En la Guía Verde hay una sección donde es posible encontrar los apellidos de los clientes a partir de sus números de teléfono. Yo no tengo Guía Verde. Las grandes empresas tienen Guía Verde. Los bancos son grandes empresas. Los bancos tienen Guía Verde. Mi amigo Balbón trabaja en un banco. Los bancos abren a las doce”.
Esperé hasta las doce y cinco, y llamé a Balbón:
—Oh, querido amigo Fernando —contestó—, me hallo en extremo regocijado y confortado de oír tu voz...
—Gracias, Balbón. Pero escuchame...
—...tu voz de joven despreocupado y libre de obligaciones, deberes y responsabilidades. Feliz de ti, querido amigo Fernando, que tomas la vida como un devenir afortunado y no permites que ningún hecho exterior enturbie la paz de tu existencia. Feliz de ti...
No tengo cómo probarlo pero ruego ser creído: juro que Balbón existe y que, en efecto, habla así y dice ese tipo de cosas.
Después de adornarme con aquellas imaginarias venturas, se pintó a sí mismo —sin permitirme hablar— como una especie de víctima:
—En cambio, yo, el humilde e ínfimo Balbón, continúo hoy, como lo hice ayer y lo haré mañana, y por todos los siglos de los siglos, arrastrando un gravoso carro de miserias y de tristezas, a través de este pérfido planeta…
Yo había oído miles de veces esa historia.
Me distraje un poco esperando que concluyese con sus quejas. De pronto, oí:
—He tenido mucho gusto en hablar contigo. Será hasta cualquier momento.
Y cortó la comunicación.
Indignado, al instante volví a llamarlo:
—¡Che, Balbón! —le reproché—. ¿Por qué cortaste?
—Ah —dijo—. ¿Tú querías decirme algo?
—Necesitaría que te fijaras en la Guía Verde a qué apellido corresponde el siguiente número de teléfono...
—Aguarda un instante. Voy a buscar mi estilográfica, pues aborrezco escribir con lápices o biromes.
Me devoraba la impaciencia.
—Ese número —dijo, al cabo de algunos minutos— corresponde a una tal Castellucci, Irma G. de. Castellucci con doble ele y doble ce. Pero, ¿para qué lo quieres?
—Muchas gracias, Balbón. Otro día te explico. Chau.
Ahora sí: yo me hallaba en posesión de un arma poderosa. Marqué el número de la muchacha.
—¡¡¡Sííí...!!! —tronó el cavernícola.
Sin vacilar, con voz sonora y bien modulada, y con cierto tinte perentorio, articulé:
—Por favor, me comunica con la señorita Castellucci.
—¿De parte de quién, señor?
Que pregunten de parte de quién es una costumbre que me irrita. Para desconcertarlo, le dije:
—De parte de Tiberíades Heliogábalo Asoarfasayafi.
—¡Pero, señor! —estalló—. ¡La familia Castellucci hace como cuatro años que no vive más aquí, señor! ¡Siempre están molestando con ese maldito Castellucci, señor!
—Y si no vive más ahí, ¿para qué me preguntó de par...?
En la mitad de la palabra me interrumpió su furioso clic: ni siquiera me había permitido expresar esa mínima protesta ante su despotismo. ¡Ah, pero eso no iba a quedar así!
A toda velocidad, volví a discar:
—¡¡¡Sííí...!!!
Con pronunciación de retardado mental, pregunté:
—¿Habdo co da famidia Castedusi?
—¡Pero no, señor! ¡La familia Castellucci hace más de cinco años que no vive más aquí, señor!
—Ah... Qué suedte: estoy habdando con ed señod Castedusi... ¿Cómo de va, señod Castedusi?
—¡Pero no, señor! ¡Entiéndame, señor! —estaba hecho una dinamita—. ¡La familia Castellucci hace como siete años que no vive más aquí, señor!
—¿Cómo está usté, señod Castedusi? —insistí, cordialmente—. ¿Y su señoda? ¿Y dos pibes? ¿No se acuedda de mí, señod Castedusi?
—¿Pero quién habla, señor? —el monstruo, además de terrible, era curioso.
—Habda Madio, señod Castedusi.
—¿Mario? —repitió, con asco—. ¿Qué Mario?
—Madio, señod Castedusi: Madio, ed que se escuendió adentdo ded admadio.
—¿¡Cómo...!? —no me había entendido bien: yo tenía la boca llena de risa.
—Madio, señod Castedusi, Madio Adbedto.
—¿Mario Alberto? ¿Qué Mario Alberto?
—Madio Adbedto, ed que tiene un ojo bizco y ed otdo tuedto, señod Castedusi.
Aquello fue una especie de bomba atómica:
—¡¡¡Pero no molestés, idiota, haceme el favor!!! ¿¡Por qué no te pegás un tiro, infeliz!?
—Podque no puedo, señod Castedusi. Tengo una puntedía de miedda, señod Castedusi. Da údtima vez que quise pegadme un tido en da cabeza, maté sin queded a un pingüino que estaba en da Antádtida, señod Castedusi.
Hubo un instante de silencio, como si aquel individuo enloquecido de rabia, para no ser fulminado por un infarto, aspirase, en una sola bocanada, todo el oxígeno de la atmósfera terrestre.
Yo, muy atento, esperaba.
Entonces, con el máximo furor y ahogándose en su propia cólera, el vestiglo lanzó sobre mí, a los gritos, esta descarga de artillería pesada, donde cada palabra, impaciente por ser proferida, se tropezaba con las demás:
—¡¡¡¡Pero morite, pedazo de idiota, tarado cerebral, grandísimo repelotudo, parásito, infradotado de mierda, cornudo, inútil, inservible, pajero, reverendo imbécil, sifilítico, blenorrágico, boludo alegre!!!!
—Me siento muy hondado pod sus padabdas, señod Castedusi. Muchas gdacias, señod Castedusi.
Cortó de un golpe violentísimo. Fue una lástima: me habría encantado que siguiera insultándome. Era delicioso imaginar a mi enemigo: rojo, transpirado, mesándose los cabellos y mordiéndose los nudillos, quizá con el aparato telefónico averiado a causa del golpe...
Experimenté algo parecido a la felicidad y ya no me importó no haber podido hablar con la muchacha del balcón.

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