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"... el bibliotecario protege los libros no sólo contra el género humano sino también contra la naturaleza, dedicando su vida a esta guerra contra las fuerzas del olvido"
Umberto Eco

SANCHEZ SUÁREZ, Benhur


Benhur Sánchez Suárez

Pitalito-Huila-Colombia//Ibagué-Tolima-Colombia.


Libros publicados:
*La solterona (novela), 1969, Biblioteca de Autores Huilenses, Imprenta Departamental, Neiva, 1989 Editorial Magisterio, Bogotá, 2009 Caza de libros, Ibagué.
*Los recuerdos sagrados (cuentos), 1973, Instituto Colombiano de Cultura, COLCULTURA, Bogotá.
*El cadáver (novela), 1975, Serie latinoamericana, Editorial Planeta, Barcelona, España, 1975.
*La noche de tu piel (novela), 1979, Colección Rotativa, Plaza y Janés, Bogotá.
*A ritmo de hombre (novela), 1979, Colección Rotativa, Plaza y Janés, Bogotá.
*En el comienzo (textos para niños), 1979, Voluntad Editores, Bogotá.
*Los cuentos de mi abuelo (textos para niños), 1979, Voluntad Editores, Bogotá.
*Venga le digo (novela), 1981, Instituto Tolimense de Cultura, Ibagué, 1985 Editorial Oveja Negra, Biblioteca de Literatura Colombiana, No. 71, Bogotá.
*Narrativa e historia, el Huila y su ficción (ensayo), 1987, Fundación Tierra de Promisión, Neiva.
*Memoria de un Instante (novela), 1988, Contracartel Editores, Bogotá.
*Arte, Música y Literatura (ensayo), 1989, Enciclopedia Estudiantil Educar, Tomo 7, Educar Editores, Bogotá.
*Identidad cultural del Huila en su narrativa y otros ensayos (ensayo), 1994, Instituto Huilense de Cultura, Fondo de Autores Huilenses, Neiva.
*Así es la vida, amor mío (novela), 1996, Thalassa Editores, Bogotá.
*Cuentos con la Mona Cha (cuentos), 1997, Sandíaz Ediciones, Bogotá, 2004 Pijao Editores, Ibagué, 2007, Editorial La Serpiente Emplumada, Bogotá.
*Esta noche de noviembre (ensayo), 1998, Sandíaz Ediciones, Bogotá, 2003 Editorial La Serpiente Emplumada, Bogotá.
*Sobres de manila (poemas), 1998, Catapulta No. 30, Bogotá.
*Victoria en España (novela), 2001, Migema Ediciones, Bogotá, 2008 Pijao Editores, Colección 50 novelas colombianas y una pintada, Ibagué.
*Laboyos y otros textos con memoria (prosa poética), 2005, Editorial La Serpiente Emplumada, Bogotá.
*El Frente inmóvil (novela), 2007, Editorial La Serpiente Emplumada, Bogotá.
*Buen viaje, General (novela), 2010, Editorial Caza de Libros, Club de Lectores, Ibagué.

OBRA

SELECCIÓN NARRATIVA

MALDICIÓN GITANA

—Usted va a morir muy joven ―me dijo la gitana cuando se sentó sin permiso frente a la mesa donde Jorge Enrique y yo compartíamos café y cigarrillos y nos poníamos al día en los sucesos de nuestras vidas.
Casi al mismo tiempo tomó mi mano izquierda por asalto y la llevó a la altura de sus ojos. Alcancé a asustarme y la retiré, sorprendido y cauteloso.
De nuevo tomó mi mano sin permiso y continuó:
―Por la línea de la vida, que atraviesa su mano, a lo sumo llegará usted a los cuarenta años.
Volví a retirarla y ella me miró con fijeza, oculto por momentos su rostro en la nube de humo que despedía su tabaco, apretado en los dedos de su mano derecha. Luego agregó:
—Me llamo Gracia —sonrió melindrosa—. La línea se trunca antes de bordear el monte de Venus, lo cual me indica que va a morir en un accidente.
Me pareció que la sonrisa con que acompañó su vaticinio tenía rasgos de maligna.
—No tiene gracia lo que me dice —la increpé irónico, para tratar de borrar la cara de satisfacción que puso después de sus palabras.
—Pero va a ser muy feliz en el amor, pues…
La interrumpimos con nuestras carcajadas. Nos burlamos de sus predicciones con un juego de palabras entre el amor y la muerte y ella se puso roja de la ira.
―¿Quién llamó a esta vieja loca? ―le pregunté al aire, para seguir la cuerda de la broma que brillaba en los ojos de Jorge Enrique. La mesera también se rió, como si la pregunta fuera para ella, pero miró hacia otra mesa.
―Con la muerte no se juega, señores.
—El juego no lo inventamos nosotros ―le respondí de inmediato.
—Y si el juego fuera nuestro usted no sería invitada, señora —replicó Jorge Enrique a punto de perder la paciencia.
—Para conocer el destino no se necesita invitación—dijo, y extendió su mano huesuda para que depositáramos en ella la recompensa a sus quirománticos augurios—. Es una necesidad de las personas saber lo que les depara el futuro.
—Lo que no se contrata no se paga, vieja bruja ―le repliqué sonriendo.
―Si no me pagan hago que caiga sobre ustedes la maldición gitana.
―¿Nos está amenazando? ―la interrogó Jorge Enrique.
—Deja que se vaya, nosotros no la llamamos ni le hemos pedido que nos adivine el futuro —intervine para acabar de una vez por todas con ese mal momento.
―He leído en su mano su futuro y usted debe pagarme por mi trabajo ―sus ojos eran dos fogones encendidos.
―Yo no le pedí que lo hiciera.
—Por eso no le pagamos, ¿está claro? —intervino de nuevo Jorge Enrique.
―¿Ah, no? ¡Pues morirán colgados de las pelotas!
Echada la maldición salió del café llevándose su olor a tabaco y su furioso desfogue por un trabajo sin ninguna recompensa.
Del café donde estábamos se divisaba con claridad la Iglesia de las Nieves y en la plazoleta un enjambre de personas sin oficio, algunos alrededor de un vendedor de herramientas de contrabando. Vendía un juego de destornilladores contenidos en una pequeña caja de plástico, que al sacarlo y armarlo podía servir para múltiples necesidades caseras. En ese grupo debió perderse la gitana. O, más allá, detrás del pregonero de la buena suerte, que también tenía su propio círculo. No volví a ver su pañoleta de colores ni el humo que la precedió cuando salió del café echando maldiciones.
—Ya me empezaron a doler ―me advirtió Jorge Enrique.
—¿A doler qué? ―le pregunté sorprendido.
―Las pelotas, mano.
Nos reímos hasta que terminamos de consumir los cafés y los cigarrillos y salimos para tomar cada uno el rumbo de su trabajo.
—Cuídate —me solicitó y me señaló abajo con ruidosa carcajada.
Yo también me reí mientras bajaba por la Calle Veinte hacia la Carrera Décima, donde tomaría mi transporte para dirigirme hacia mi casa.
No volví a ver a la gitana, cuyo rostro no se ha borrado de mi memoria desde entonces. Tampoco he vuelto a ver a ningún gitano, probablemente hayan cambiado o asimilado a nuestra cultura y se vistan lo mismo que nosotros. Ya no son reconocibles con la misma facilidad de antes.
Hace unos días, cuando la Mona Cha consultaba un manual de quiromancia para escribir un artículo que tenía que enviar al periódico donde colabora, el recuerdo de la gitana volvió a sacudir mi memoria y el olor de su tabaco regresó como una oleada sin ninguna explicación.
Sé que a la Mona Cha no le gustan estas prácticas adivinatorias. Es más, induce a las personas para que no las utilicen porque, según ella, dañan la energía y muchas veces se devuelven causándole trastornos a quienes las consultan. Pero no resistí la tentación y le pregunté:
—¿Qué tan acertadas son las gitanas, Mona?
Cerró el libro y me miró extrañada. Por unos instantes permaneció en silencio, como si se esforzara para desconectarse del hilo de su lectura y poder entonces atenderme. Luego me sonrió y me explicó comprensiva:
—La mayoría dicen que adivinan el futuro pero es sólo para sacarle dinero a los incautos. Pero no hay que desestimar esas cualidades. Algunas son verdaderas adivinas, aunque tengan fama de tramposas. La magia y la adivinación son parte de su cultura.
—Qué bien.
—¿Por qué me lo preguntas?
Le resumí mi experiencia de cuando tenía 24 años y ella se rió como Jorge Enrique aquella tarde en la plazoleta de las Nieves.
—Cuando yo era niña sentía mucha atracción por los gitanos —miró a través del ventanal los árboles del parque, como si buscara su complicidad—. Inclusive, llegó un momento en que quise irme con ellos. Recuerdo que habían levantado una carpa cerca de la casa y casi todos los días tocaban en nuestra puerta para pedir agua o para que les diéramos permiso para acceder al sanitario del servicio. Mamá les negó la entrada y nos advirtió que no iba a permitir por nada del mundo que nos acercáramos a ellos. Luego nos amenazó con castigarnos si nos atrevíamos a desobedecerla.
—Los gitanos se roban los niños para comérselos o para venderlos en otros barrios o en otros pueblos —nos explicó molesta, ya en el colmo de la rabia por su atrevimiento de importunar la tranquilidad de nuestra casa.
—¿Quién les daría permiso para quedarse en nuestro barrio? —interrogó a su inconformidad y volvió a amenazarnos.
Pero cuando ella no estaba, yo les abría la puerta para que entraran e hicieran sus necesidades. También les daba algunos alimentos para que los llevaran y los prepararan en su carpa. Me daba mucha pena verlos en esa situación, que para mí era de desamparo. No niego que sentía mucha atracción por ellos, me parecían increíbles sus vestuarios y su forma de vida. Por la ventana de mi cuarto los miraba en su carpa, percibía el humo de la hoguera que prendían y la manera como se comunicaban entre ellos. Dos veces me acerqué curiosa a su campamento, escondiéndome para que mamá no me pillara. Ahí conocí a Miguel, que cuidaba un caballo muy bonito, y él me presentó su esposa, de nombre Amara. Cuando me contó que leía las cartas y adivinaba el futuro, el corazón casi se me sale del pecho, aunque no tenía ni idea de lo que significaban esas prácticas. Dentro de la carpa observé a una niña, que me miraba como si hubiera visto algún fantasma.
—Se llama Adalí —me la presentó Miguel y yo la miré curiosa, aunque no entendí nada de lo que dijo.
No sé cuánto tiempo duraron en el barrio, pero a partir de ese momento fue él quien se acercó a la casa cuando le hacía señas desde la ventana para indicarle que mamá había salido y podía aproximarse sin problemas.
Pocos días después mamá empezó a quejarse por la pérdida de unas joyas. Insistía que las tenía en un cofre sobre el tocador de su alcoba. Me asusté mucho pero no dije nada acerca de las veces en que los gitanos habían penetrado a la casa ni de la forma como se habían vuelto mis amigos. En mi interior sabía que ellos no eran los ladrones. La cantaleta duró varios días, mamá culpaba a cuanta persona hubiera entrado a la casa en las últimas semanas, a la muchacha del servicio que tuvo salida el domingo anterior, a la vecina que vino a visitarnos, a los familiares que pasaron la tarde de un sábado invitados a un chocolate con panderos, pandeyucas y almojábanas. A mis primos les conté sobre Adalí pero no les dije cómo ni dónde la había conocido.
Por fin mamá decidió que las joyas se habían perdido por mi culpa y me castigó encerrándome en mi alcoba. No me extrañó su decisión pues siempre era culpable de lo malo que sucedía en nuestra casa. Encerrada en mi habitación percibí que algo me iba a impedir seguirlos en su trashumancia por el mundo, como soñaba cuando los vi en la calle.
Al día siguiente mamá tuvo que salir de nuevo para hacer sus diligencias y me alegré cuando se despidió. Era justo el día en que había decidido irme con ellos. Cuando bajé para salir a la calle, encontré la puerta con llave. Con seguridad mamá sospechó de mis intenciones o alguna vecina la advirtió sobre la cercanía de los gitanos. Lloré sin saber qué hacer. Sentí que habían borrado mi futuro. A la mañana siguiente lo primero que hice fue asomarme a la ventana para ver si lograba encontrar a Miguel pero en el escampado donde se habían acomodado sólo permanecían apagadas las piedras negras del fogón, donde preparaban los alimentos, y un basurero impresionante. Adalí ya no estaba para regalarle mi muñeca preferida, como se lo había prometido la segunda vez que los visité. Ese día lloré abrazada de mi almohada, con la muñeca de trapo con cara de porcelana sentada en la cabecera de la cama. Sabía que había perdido para siempre a mis amigos.
Hizo una pausa, que aproveché para acariciar su cabellera, deslizar mi mano por sus pómulos y dejarla unos instantes en su boca.
—La humanidad ha sido injusta con los gitanos —me dijo por último—. Siempre se ha dicho que son vagabundos, tramposos y ladrones, pero eso no es cierto. Es más una leyenda que nació cuando en la inquisición española los condenaron y persiguieron por sus prácticas de magia y adivinación. Los gitanos, por el contrario, son muy respetuosos de sus niños y de sus ancianos, tienen aptitudes innatas para la adivinación y la magia y son nómadas por naturaleza.
—Pero iban a robarte, ¿no?
—No. Yo quería irme con ellos, lo cual es bien distinto.
—¿Y la pérdida de las joyas qué?
—Por una visión que tuve, supe que el robo lo había hecho la muchacha del servicio, que después de la desaparición de los gitanos se fue de la casa. Claro que no le dije nada a mamá porque no la iba a hacer cambiar en su concepto sobre los gitanos y, además, ya había pagado castigo por la pérdida. Ahora sé que la actitud de mamá me salvó de una vida azarosa y de un futuro que ni yo misma puedo imaginar hoy. Miguel y Amara murieron en un terrible accidente en Santa Marta y Adalí fue recogida por otros gitanos que se la llevaron para España.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque soy psíquica, ¿acaso lo olvidaste?
—Y pensar que mi única relación con los gitanos fue por esa mujer que vaticinó la forma como yo iba a morir a los cuarenta años.
La Mona Cha volvió a reírse de mi preocupación y abrió de nuevo su libro de consulta. Yo regresé a mi estudio con la historia de Miguel, Amara y Adalí bullendo en mi cabeza.
Hoy, que tengo sesenta años, sé que he rebasado con creces las predicciones de la gitana. Pero tengo la duda de si moriré, como ella lo predijo, colgado de las pelotas.
Cuentos con la Mona Cha, Editorial La Serpiente Emplumada, Bogotá, 2007, p. 83-91.

BUEN VIAJE, GENERAL
(Fragmento)

Nací para la gloria. Hay un momento en el combate en que pierdo toda sensación de realidad y poco me importan las cabezas que vuelan detrás del grito, unidas por un segundo al tronco a través de un hilo imperceptible de sangre, que luego se abre en gotas hacia todos lados. Parte de ella se queda en mi brazo que sostiene el machete, otra empapa el pecho del caballo, la mayor cantidad se encharca en el piso como una oscuridad que queda atrás para ser luego parte inmediata del olvido.
Y es entonces cuando ya no puedo precisar cuál pudo ser el resultado de haber atravesado esos cuerpos que sobrepasamos, pues en ese momento sólo hay un pensamiento acuciante, ineludible: o mato o me matan.
No tengo alternativa.
Son instantes en que no existe posibilidad de raciocinio sino instinto de supervivencia. Y cada cual utiliza su intuición y sus habilidades para salvarse, eliminando obstáculos, bultos que se mueven en contra nuestra, manos que cargan la misma ferocidad y el mismo empuje para tratar de inocular la muerte en nuestro cuerpo.
En esos momentos no existen rostros conocidos, frentes familiares, labios amables, palabras de misericordia. Sólo sombras y bultos sin nombre. Y gritos espantosos. No se ven los cuerpos, vaciados de sus entrañas por un golpe certero, ni los brazos, ni las manos, sólo los bultos que ya no se interpondrán en nuestro camino hacia la victoria. Selva de sombras que se diluyen en las piedras y en la hierba ensangrentada. Enseguida quedan atrás como un montón de escombros y yo sigo adelante chapoteando entre charcos de sangre y estómagos vaciados, tropezando con brazos y piernas ya sin dueño y tripas resbalosas tiradas en el piso. Escucho gritos que se vuelven eco en los árboles del monte, súplicas que quedan latentes en el aire. Aún las escucho, ¡Dios mío!, resuenan en mi mente como un eco que parece no tener fin. Y entonces huyo de las sombras y dejo atrás el hedor insoportable que despiden todas las podredumbres humanas reunidas por un instante en un solo lugar.
Al frente la luz que otros no ven, esa luz que guía mi cabalgadura hacia otra selva de bultos que aúlla en medio del estruendo de los fusiles, el humo pestilente de la pólvora, el entrecruce de los machetes, el rumor ensordecedor que estampa el miedo y la derrota en esos ojos que ya no reconoceremos como propios. Al frente el mismo aullido ensordecedor y el estruendo de las balas. De nuevo el empuje y el derrumbe.
¡A degüello!
Y la dicha de seguir de pie, detrás del grito que impulsa el brazo y descompone el horizonte.
La ola interior que vuelve a subir hasta el olvido del presente.
¡Es el éxtasis!
Después el silencio y el vacío insufrible en mi corazón.

SELECCIÓN ENSAYÍSTICA

NOTICIA, CRÓNICA Y LITERATURA

AGITE Y PRECISIÓN
Miren ustedes que una tarde escuchaba yo a un hombre contar el asesinato de un indigente, hecho ocurrido un barrio más abajo del corrillo en que nos encontrábamos unos cuantos transeúntes, yo por casualidad entre ellos.
Dos cosas me impresionaron de ese momento. El agite del contador del suceso y la precisión de su narración. Agite por la emoción que lo embargaba al contárnoslo, el gesto de sus manos, la expresión de sus ojos, las muecas de su cara, su pelo alborotado. Precisión frente a su relato, porque no nos dejaba ninguna duda acerca de su participación como testigo. No cabía incertidumbre alguna acerca de su testimonio, pues no nos transmitía algo escuchado alguna vez, como un cuentero de los que conocemos en corrillos parecidos, sino algo visto por él momentos antes. La precisión también tenía qué ver con las imágenes que se formaban en nuestro interior al ritmo de sus palabras, a través de las cuales cada uno imaginaba sus propias víctimas y creaba sus propios escenarios. O al gesto afirmativo de muchos rostros, que abalaban inconscientes la verdad de lo dicho por el portador de la noticia.
No creo que a ninguno de los que estábamos presentes se le ocurriera ir al sitio del homicidio para corroborar la verdad de sus informaciones. Por lo menos yo no lo pensé siquiera. Tal vez alguno esperara escucharlas en la radio, sólo por costumbre o para sentirse más seguro. Lo cierto es que el difunto a tiros había sido retratado con precisión casi fotográfica por el contador del suceso y fijado luego en la retina y el cerebro de sus escuchas. Su narración era, pues, una verdad sin atenuantes.
Es probable que para los demás, no muchos en realidad, más allá de la fascinación de escuchar de viva voz un suceso que había incitado a un carro de policía bajar a toda velocidad por la calle, fuera común el incidente. Tampoco era extraordinario el acompañamiento de la sirena de una ambulancia, que se sumaba a las confirmaciones no pedidas sobre una tragedia de proporciones entonces imprecisas. Con seguridad ese muerto no era el primero que entraba a formar parte de sus registros cotidianos. Se advertía que algunos habitaban inconscientes en sus archivos mentales después de haberlos visto en vivo caídos en alguna calle, otros desde la pantalla de un televisor en cualquiera de los noticieros a la hora del almuerzo, muchos quizás en las páginas desechables de un periódico, en algunas páginas web en Internet o en el estruendo noticioso de la radio. Ahora este otro penetraba por nuestros oídos amortajado en una ráfaga de palabras que parecía imparable. Puro sonido y mímica, pero como si lo viéramos.
Pasado el impacto de la narración, el corrillo se dispersó en medio de murmuraciones: algo acerca de la inseguridad, el descuido del gobierno por lo social, el hambre y otras puyas semejantes, quejas casi tan tradicionales para todos como la muerte. Al poco tiempo ya no había alrededor nada del suceso, sólo gente que subía o bajaba entre risas o maldiciones, con el fardo a cuestas de esta vida que nos ha tocado vivir a nuestro pesar en estos tiempos.
En medio de la muerte, como ha sido nuestro transcurrir en los últimos años de nuestra vida en este territorio de Mesías inútiles y bandidos, una más importa poco, tal vez sea un ingrediente adicional que incita el reinado de la indiferencia.
Después de escucharlo, siguió en mi interior el suceso contado y, como es usual en mí, comencé a fabularlo, a rodearlo de cierta teoría, no tanto acerca de las muertes violentas o los motivos sociales, económicos y hasta políticos de su ocurrencia casi a diario, sino en el poder de la palabra. Es una maravilla experimentarlo, así sea desde la tristeza de una defunción forzada. Ojalá ustedes hubieran visto el rostro anhelante de los oyentes, o escuchado los comentarios producidos después del relato del contador de la noticia y de su desaparición de la escena, como si nunca hubiera existido en la esquina y el corrillo de ese día, atormentado por el calor. Lo cierto fue que algo cambió en todos después de la noticia, muy a nuestro pesar convertida en espectáculo callejero.

DE LO ORAL A LO ESCRITO
Y, fíjense ustedes, al día siguiente el diario dejaba constancia del suceso, de una manera un tanto fría por lo escueto y preciso de su redacción. Como podrán imaginarse, la noticia me decepcionó, comparada con la narración escuchada de viva voz el día anterior. El hecho era el mismo, pero no tenía la fuerza del contador o, mejor, de ese medio de comunicación primario o primitivo, como de hecho lo ha sido a través de la historia la narración oral. Y con sabor a chisme de corrillo. Una foto del occiso tirado en la acera sobre un charco de sangre evitaba, por ejemplo, la descripción de su vestuario, que para el contador había tenido su propia historia: dijo, palpándose el cuerpo, que había sido regalado al supuesto indigente por una piadosa señora que vivía en la misma cuadra donde sucedieran los hechos. No era robado, entonces, como pensaron algunos. Si hubiera querido, con seguridad el narrador nos hubiera informado la marca del vestido y los datos del almacén donde fuera comprado antes de ser desechado por desgaste, por los condicionamientos de la moda, por simple consumismo o por la generosidad de su propietario. Sólo se limitó a describir los agujeros manchados de sangre que habían ocasionado los disparos y habían echado a perder aquel vestido, gris ratón.
Entonces decidí escribir la historia, tal vez para darle la importancia que el contador había logrado imprimirle con su narración y borrar así mi decepción por la noticia impresa. Fue un reto personal, consecuencia directa de mi experiencia como escucha curioso y ocasional en esa tarde y esa calle, incendiada de sol, y de mi obsesión por escribir aquello que me impresiona de la vida. Debo confesar que no tuve necesidad de mayores esfuerzos para lograr mi escrito, los hechos fluyeron con la vertiginosidad del relato escuchado. Era como si me hubiera convertido en el contador, pero con la posibilidad de corregir, de revisar, de buscar mejores palabras para el cuento. Y sin espectadores, solo frente a la pantalla de mi computador. Sin embargo, sabía que tenía la obligación de darle la misma fluidez de vértigo y el mismo poder de cautivar a un esquivo y supuesto lector, tanto como él nos había cautivado a sus ocasionales escuchas el día anterior.
Me sentí libre con el tema. ¿Sentiría él la misma libertad cuando nos hablaba con tanta soltura y propiedad? ¿Fabularía como yo sobre la víctima? Por mi parte, imaginé, por ejemplo, un origen para el indigente, un móvil para el crimen, le puse nombre a cada testigo, uno de ellos con la estampa del narrador de la noticia, le inventé una procedencia y unos amores al occiso y en diez cuartillas dejé consignado ese suceso tan cotidiano para muchos, tan deprimente para mí.

EL HECHO COMENTADO
Dos días después un columnista retomaba esa muerte y describía, con la misma precisión de la noticia, el asesinato del indigente. Pero el hecho le servía también para opinar sobre la pobreza creciente de la población, la impunidad, la falta de solidaridad humana, que ensombrece nuestros días, las organizaciones invisibles que dicen actuar para limpiar la sociedad, y concluía con su aporte de algunas soluciones para contrarrestar la inseguridad que, como un flagelo, avanza por el tejido social en un panorama apocalíptico, según sus palabras. Hacía comparaciones con otros hechos de la misma índole, un poco más subidos de estrato social o, por lo menos, en otros escenarios menos sórdidos. La muerte, según el columnista, no respeta condición social aunque haya sucedido en una esquina con jardines o en una acera convertida en basurero. Conclusión poco afortunada por lo obvia, pensé, aunque muy auténtica.
Como dije antes, haber estado en ese corrillo y haber escuchado semejante noticia me llevó a la reflexión y a la teoría. Sobre todo, me abrió la mente hacia esas múltiples posibilidades que se originan de un hecho de sangre como ese, tan común y corriente hoy en día. En primer lugar, pensé, la verdad nunca es absoluta. Un hecho como el descrito había posibilitado tres miradas distintas, cada una de ellas con su verdad indiscutible: una, oral, matizada con las imprecisiones del habla común, las repeticiones, las muletillas del lenguaje, las vulgaridades del lenguaje popular. Otra, escrita, en un texto de opinión, una crónica en la cual, además de la noticia escueta, precisa e incontrovertible, hubo espacio para el análisis y para escoger las palabras apropiadas. Y una literaria, también escrita, en que la imaginación adornaba lo sucedido e inventaba personajes e historias subyacentes, manejaba el lenguaje a su acomodo, aunque el hecho siguiera siendo el mismo.
Y una más, la posibilidad hipotética de que ese incidente pasara a la historia, no tanto porque hubiera sido una tragedia colectiva, aunque debiera serlo, o un acontecimiento que fuera a transformar el comportamiento de la sociedad desde ese momento en adelante, sino por lo anónima, aunque tragedia al fin de cuentas, símbolo del comportamiento del hombre en una época precisa: la nuestra.
En segundo lugar, tuve que convencerme del poder de la oralidad, la cual requiere, como la escritura, de habilidades especiales para desarrollarse. Todos podemos hablar o escribir, qué duda cabe, pero hacerlo bien ya es otra cosa, requiere de mayores conocimientos y de una experiencia mental más desarrollada. También se puede agregar la habilidad, como en cualquier oficio que sea abordado por el hombre, o cierto talento para comunicarse con los otros. Tal vez por ello la preponderancia de la radio en nuestro medio, su presencia en nuestros pueblos antes que el libro y la prensa escrita, su poder de penetración en las diversas capas de nuestra sociedad y su utilización para informar lo que se quiera informar y hacer pensar lo que se quiere hacer pensar.
La noticia se olvidará, como es obvio, y quizá el periódico se conserve en un archivo, que algún día será histórico. Cualquier investigador acucioso, varios días, meses o años después, necesitará incluir esa muerte en una estadística o demostrar, con ella y su suma, unas pautas de comportamiento de nuestra sociedad contemporánea. No se descarta tampoco que el columnista haya tocado las fibras sensibles de algunas damas de la sociedad y las haya influido de tal modo que se decidieran a crear una fundación, por ejemplo la Fundación del Indigente Desprotegido, FID, y con ella lavaran un poco su propensión a la culpa, o su deseo íntimo de demostrar en público su amor a la humanidad. Y el cuento, mi cuento, tal vez fuera publicado en una revista o en una antología del cuento fantástico, para que lectores imprevisibles en el futuro se admiren de una época en que los habitantes de una ciudad del siglo XXI salían de sus casas para su trabajo pero no tenían la certeza de regresar en la noche, vigorosos y saludables, a la intimidad de sus hogares.

POSIBILIDADES DE ESCRITURA
La reflexión me sirvió para convencerme, además, de la existencia de varios géneros escriturales, de los cuales puede servirse el escritor como vehículo para dar testimonio de la vida que le ha tocado en suerte: la noticia, la crónica o la literatura. Cualquiera de las tres, habladas o escritas, siempre diversas y cautivantes, siempre en su labor esencial de comunicar a quien escribe con quien lee o a quien habla con quien escucha. En verdad, prefiero el cuento, ustedes me comprenderán, por la posibilidad de crear un mundo a partir de un mundo ya creado. No creo que pueda llegar a ser historiador, el que escudriña con minuciosidad de relojero los hechos del pasado y con la misma precisión los reconstruye, ni el que se afana en historiar el hecho reciente y deja constancia de él para el futuro en un texto escrito.
Fuera del cuento me entusiasma también la crónica, por la posibilidad que tiene de usar el lenguaje literario y especular a partir de acontecimientos reales, pero sin desvirtuarlos.

PARECIDOS Y DIFERENCIAS
La noticia es un producto del periodismo informativo. La crónica, en cambio, es un híbrido entre el periodismo informativo y el periodismo interpretativo. El cuento es una reinvención de la realidad pero sin apegarse a ella, a mi juicio con mayor libertad que las otras posibilidades narrativas.
La crónica, entonces, es una forma de la historia cotidiana, una manera de reinventar los acontecimientos a través de la reelaboración cronológica de los hechos, vistos con la óptica personal del escritor o del periodista. Mirada que descubre detalles no contados en la noticia, posibilidades de profundizar, de opinar y moralizar, incluso de hacer juicios de valor, para entregar a quien la lea una mayor riqueza sobre el caso que la haya motivado. Se escribe sobre hechos que ya fueron noticia y el escritor en ella, a diferencia del historiador, se apropia de los acontecimientos desde la subjetividad. Se solaza en suspenderse en la línea recta de la evocación o en la directa del acontecimiento para narrar, describir o demostrar su visión del mundo circundante. De ahí que la historia, tradicional y estática, según la cual el pasado es inmodificable —algo así como la verdad rebelada e inamovible—, sea menos atractiva para el lector común y, por tanto, rebasada por la crónica, pues esta es ficción y aquella se viste con la etiqueta de la ciencia y su solemnidad. Esta crece íntimamente ligada a la emoción en tanto la razón lo está de la historia y su ropaje de inviolabilidad. Sin olvidar, por supuesto, que la crónica no debe alejarse de la realidad en ningún momento, como pudieron advertirlo a raíz del asesinato del indigente con la narración oral, la noticia, la crónica y el cuento.
Así que la noticia es la manera de dejar constancia histórica de un suceso y la crónica una forma de recrearlo para hacerlo más cercano, mucho más formativo y agradable. En la crónica habrá siempre un apego al objeto comentado a partir del cual el escritor debe conducirse sin tomar partido, es decir, ser neutral frente a la sociedad y al hecho mismo. En la medida en que lo haga, podrá acercarse más al lenguaje y darle belleza a la narración, lo que emparenta la crónica con la literatura. De hecho, muchos consideran la crónica como un género literario.

¿OCASO DE LA CRÓNICA EN LOS MEDIOS?
La crónica, sin embargo, casi ha desaparecido en el periodismo de hoy en día. O ha sido desplazada a otros medios menos populares que los diarios, más exclusivos tal vez, como las revistas especializadas. Lo imperioso de la agilidad y de la brevedad ha hecho que se prefiera la noticia escueta a la opinión que, por lo general, estimula su ocurrencia. Y la brevedad noticiosa es enemiga de la crónica. Por ello ha sido sustituida en los diarios por la nota breve y las imágenes, muchas imágenes, que dicen, o pretenden decir, lo que no dicen las palabras.
Sin embargo, es indudable que la necesidad del análisis, del detalle revelador que no se concreta en la noticia, haya hecho que la crónica sea asumida por los columnistas de opinión, aunque ellos no siempre manejen el lenguaje literario y también estén acosados por el síndrome del espacio y el tiempo de lectura de sus lectores.
Como ven, hay una gama de posibilidades para asumir un hecho concreto que conmueva las fibras de la sociedad o la sensibilidad de quien escriba. Ustedes pueden asumir la crónica, por ejemplo, pero deben recordar que los hechos no deben desvirtuarse aunque se escriban con el fluir narrativo que sobrepase la noticia escueta, la evocación, el recuerdo, los personajes, los lugares, los hechos o situaciones que conmuevan sus fibras interiores. Por eso, a partir del corrillo y del informante, aquel asesinato pudo ser noticia, crónica y literatura, esas alternativas que tenemos para comunicarnos y ser conscientes del mundo en que vivimos.

CONCLUSIÓN
Como conclusión podría decirles que todo lo que sucede a nuestro alrededor es susceptible de ser contado, bien en forma escueta como en la noticia, bien con análisis y conclusiones como en la crónica o reinventado como en la literatura. Sea cual fuere la forma escogida para hacerlo, no hay en ella valores mayores que la sinceridad, la honestidad y la belleza y a través de ellas conectarnos con ese mundo que esperamos ha de ser mejor para bien de todos. Y que el poder de la palabra no destruya y empobrezca la vida sino que la haga entendible para que florezca hoy, cuando necesitamos más jardines que cementerios y más palabras justas que estruendo de fusiles y cañones.
Ibagué, Altos de Piedrapintada, 2004

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