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"... el bibliotecario protege los libros no sólo contra el género humano sino también contra la naturaleza, dedicando su vida a esta guerra contra las fuerzas del olvido"
Umberto Eco

MOYANO, Emilio

Emilio Moyano


Córdoba-Córdoba-Argentina


Libros publicados:
*Cenizas del tiempo, (cuentos), 1999, Editorial Comunicarte
*Novela “El libro blanco” (en edición)


OBRA


SELECCIÓN NARRATIVA


RADIOGRAFÍAS

1

Gustavo atravesó las puertas del sanatorio. Algunos lo miraron como si fuera un fantasma; otros simplemente desviaron la mirada. No le importó. Esperó a que cruzaran dos enfermeros, que iban empujando una camilla en dirección del ascensor, y luego siguió hacia el fondo de la sala. El ruido del llanto de los niños, el de las secretarias hablando con la gente, la voz en off que mencionaba por los parlantes un apellido y después un número de consultorio, le resultaba ensordecedor; se parecía a una fábrica en el horario de mayor producción. Por eso, cuando llegó al despacho de rayos, sintió deseos de no estar allí; ese lugar le recordaba cosas que no quería recordar.
Una joven con delantal blanco, el pelo recogido y unos finos lentes de orgánico se movía detrás del vidrio mientras conversaba por teléfono con alguien. Gustavo le acercó la boleta y le preguntó si estaban listas las placas. La empleada se encajó el tubo del teléfono entre el hombro y la mejilla y, después de mirar el número de la boleta, se puso a buscar entre los casilleros que estaban ubicados contra la pared. Al cabo de unos segundos, sin perder el hilo de la conversación con el teléfono, extrajo un enorme sobre y se lo pasó por debajo del vidrio, mientras sonreía y levantaba el pulgar. Gustavo lo recibió y se fue a sentar a un costado, sobre uno de los bancos de espera.

2

Sabía que no debía hacerlo, sus conocimientos sobre medicina eran prácticamente nulos, sin embargo, el vacío y la ansiedad desde hacía mucho tiempo manejaban sus movimientos. Así que le quitó la solapa al sobre y sacó las radiografías. Tenían el tamaño de una cartulina, y debió levantarlas hasta la altura de su frente para poder verlas por completo. A lo lejos, detrás del vidrio, la empleada seguía hablando por teléfono, moviéndose de un lado a otro. Más cerca, la gente de limpieza repasaba el piso, dejándole una película de brillo que antes no tenía. Gustavo contempló las radiografías a contraluz. Aunque eso era parte de su cuerpo, él no vio más que figuras extrañas, nubes cruzando el cielo de la noche. Entonces guardó las placas nuevamente, recogió los pies y, después de un pequeño esfuerzo, se incorporó.
“Uno nunca sabe; las cosas pueden cambiar”, le había dicho el médico la semana anterior. Intentó reprimir aquellas palabras, que se mantuvieran en el mismo lugar en el que estaban, al igual que los secretos. Después tomó el hall de entrada. El sensor de las puertas hizo que éstas se desplegaran de manera automática. Primero salió un hombre, con su hijo en brazos, luego una anciana ayudándose con un bastón, luego Gustavo. El sol de la mañana se asomaba por detrás de los edificios, finamente, como diciéndole: no conseguir lo que se quiere puede ser un golpe de suerte, no conseguir lo que se quiere puede ser un golpe de suerte.


EL CONTENEDOR

1

Había decidido no escribir más. No se trató de un acto de heroísmo, simplemente ocurrió que había perdido el rumbo, no tenía motivos para seguir adelante. Así que guardé todos los borradores de “El libro blanco” adentro de una bolsa de residuos, y recorrí los treinta metros que separaban mi casa del contenedor. Una llovizna fina y grisácea cubría el asfalto. Después de abrir la tapa, dejar la bolsa y sacudirme las manos, tomé en dirección de Plaza Cataluña. Me sentía vacío, despojado de mí mismo; y en ese estado de abandono fue que me encontré con Eduardo Pellejero, tras unos cuantos años sin saber nada de él.
No tenía idea de lo que había hecho durante todo ese tiempo. Al finalizar su carrera en la facultad de filosofía y humanidades había obtenido un doctorado de la Universidad de Lisboa, se había casado y después le había perdido el rastro. Sin dudas fue un encuentro extraño. Me resultó difícil explicarle por qué había arrojado todos mis borradores de la novela en un contenedor. Los escritores son hombres esencialmente solos, le dije. Viven su vida solos, no es eso lo que quiero para mí, Eduardo, no estoy hecho con la madera de un escritor.

2

Después de cruzar la ronda de Sant Pere se había largado a llover más fuerte. La gente caminaba con apuros. En lugar de buscar refugio, opté por quedarme en un banco, bajo los árboles de la plaza. Necesitaba mojarme por completo; justificar de algún modo lo que había en mi mundo interior; encontrar el límite que dividía la perseverancia de la resignación. Me había empeñado afanosamente en escribir aquella novela y después la había arrojado a la basura. Ese había sido el tenor de mi vida en mis últimos quince o veinte años: construir para destruir. Y necesitaba evidenciarlo, en medio de la fría lluvia, corriendo el peligro de pescarme una pulmonía, encogiéndome cada vez más contra el asiento, igual que un niño antes de nacer.
Cuando noté que todo había terminado, un rato más tarde, me incorporé sobre el asiento. Los autos pasaban por la avenida dejando una estela de agua en el asfalto. Miré el teléfono celular. Después enterré mis manos en el abrigo. Una ráfaga de viento había comenzado a soplar del lado del Montjuic; sacudía las ramas de los árboles hacia arriba y hacia abajo. Según el reloj de mi teléfono había pasado un cuarto de hora desde la nueve de la noche. Entonces empecé a caminar. La ropa me pesaba y me dolía la espalda A la media cuadra, más o menos, me encontré con Eduardo. Llevaba un impermeable y un paraguas anaranjado. Emilio; tanto tiempo que no nos vemos, dijo mientras cerraba el paraguas y después me estrechaba la mano. Estás un poco mojado, puntualizó.

LA SOLEDAD DE LA INVENCIÓN

1

Marcos arrojó el cigarrillo en el cordón de la vereda y se decidió a entrar. No fue un acto de heroísmo, no fue un esfuerzo; se trataba de una necesidad. Su cuenta bancaria había perdido algunos dígitos en los últimos tres meses, y si no hacía algo por sí mismo, muy pronto habría de verse en problemas. El sol estaba en el poniente; algunos rayos apenas se vislumbraban tras los edificios. Subió los escalones del museo y se dirigió a la sala de la muestra permanente. No había nadie alrededor. Sólo se oía el ruido de sus zapatos al caminar sobre la madera y el ruido de los extractores de aire. No es que hubiera pensado que Renata le fuera a fallar, al menos no le había dado esa impresión cuando hablaron por teléfono, sin embargo, después que cruzó las puertas y la vio de espaldas, mirando aquel enorme cuadro de Lino Spilimbergo, se sintió inseguro. Ahí comprendió por qué ella había elegido el museo municipal para encontrarse, en lugar de cualquier otra esquina céntrica. Comprendió que había caído en una red y que bajo ningún aspecto podría escapar.

2

Él está sentado frente a la computadora. Escribe la siguiente frase: “Marcos arrojó el cigarrillo en el cordón de la vereda y se decidió a entrar”. Mira hacia la ventana del estudio, cuyas persianas están bajas, y luego retorna a su tarea sobre el teclado. Sin pensarlo demasiado, escribe unas cuantas frases más. Se detiene. Borra la última serie de caracteres; “el rumor de los extractores de aire”; y escribe “el ruido de los extractores de aire”. Vuelve a mirar hacia la ventana, por encima de la pantalla del ordenador. Aleja la silla del escritorio y se pone de pie. Afuera está lloviendo. Se dirige a la cocina y prepara una taza de café. Regresa al estudio. Deja la taza a un costado para que se enfríe un poco. Escribe la siguiente frase: “una ligera inquietud, una extraña desconfianza, guiaba sus pasos”. Pero se arrepiente y retrocede el cursor adonde lo había dejado antes. Toma un trago de café. Se aprieta los nudillos de la mano, se toca el cabello. Escribe unas cuantas líneas, unas cinco o seis. Después enciende un cigarrillo y lee el párrafo desde el principio. No se muestra convencido. Levanta la taza de café con la misma mano que sostiene el cigarrillo y toma un trago. Respira profundo. Finalmente, selecciona todo el texto. Un cuadro negro con letras blancas cubre la superficie del monitor. Se pone el cigarrillo en la boca, entorna los ojos para evitar el humo, y presiona la tecla de borrado. Luego se levanta y va hacia la biblioteca. Saca un libro de Paul Auster. La invención de la soledad. Abre la última página. Copia esta frase en un papel: “Fue. Nunca volverá a ser. Recuérdalo”. Entonces, cierra el procesador de textos. Apaga la computadora. Fue, piensa. Nunca más volverá a ser.

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